Mi biografía se basa en observar, observar y observar.

Víctor Dolz nació en Begur, en 1945, en unas condiciones lamentables, a la luz de una vela, en una noche de tormenta, a manos de una comadrona vieja, sorda y casi ciega.

“Me apasiona la pintura. También el cine. Me emociono al revivir momentos de infancia en que mis abuelos me llevaban, cogido de la mano, a ver toda clase de películas. Con ellos pasé largas temporadas en el semáforo del cabo de Begur, lugar solitario y especial, donde, de niño, era como estar en otro mundo, donde las tormentas y vendavales impresionantes parecían cosa del diablo. Recuerdo ahora aquella estancia como una historia fantástica y maravillosa.

Tiempo después, mis padres, en una situación económica difícil por razones de trabajo, se trasladaron a Palafrugell. Lugar en el que estuve hasta los once años.

De Palafrugell pasé a Moncada. Allí fui a la escuela de La Salle, y mostré tal facilidad para dibujar, que el director me ofreció una beca (cosa excepcional para la época).

Pero mi padre se opuso a que me dedicara a la pintura, puesto que, según él, era cosa de bohemios, negándose a hacer uso del premio. Pasados los años agradezco su postura, por lo que de negativo hubiera supuesto a mi forma de interpretar el arte. A partir de ese momento, juré que no volvería a dibujar (o sea, me autolesioné espiritualmente de la forma más cruel).

Ya en plena adolescencia, en Barcelona, matriculado en la Escola Técnica Industrial, en Barcelona (residía en un pequeño piso, con mis tíos, en el barrio de Sant Andreu),y en vez de asistir a clases, prefería visionar las películas de mi preferencia en las salas de cine que podía costearme.

El cine es una pasión que no desarrollé profesionalmente, solo lo hice, de forma experimental, en 8m/m. También escribía narraciones cortas que, junto al pequeño formato cinematográfico, fueron mi sostén artístico en espera de explosionar como pintor.

Después de esta etapa en Barcelona, volví a Palafrugell para integrarme en el negocio de mi padre. Aquello fue caótico, pues comencé a frecuentar timbas de póquer (en el que llegué a ser un estimable jugador) y ganar bastante dinero apostando. Hasta que, una noche, en que había conseguido una pequeña fortuna, yo, “el espabilado Víctor Dolz”, me mantuve en la misma partida hasta quedar mental y físicamente agotado. Lo perdí todo. Fue demencial. De madrugada, salí derrotado y abatido de aquel antro de destrucción. Analizando en profundidad lo ocurrido, llegué a la conclusión que debía abandonar ese estilo de vida y optar por otro rumbo más en consonancia con mis verdaderas expectativas.

La idea de romper con mi juramento negacionista, se reforzó en la galería de La Pedrera, contemplando las obras de Lucien Freud, Kitaj, Auchenbach, Francis Bacon........ El impacto que me produjeron sus cuadros fue un impulso a mis ansias de expresarme con la pintura.

Esa necesidad, ese convencimiento, un día, en un bar, con mi compañera esperando entrar en un cine, saqué de mi bolsillo un rotulador y sobre papel reflejé claramente el aburrimiento de un hombre mientras se tomaba una cerveza en la barra. Mi compañera dijo: ¡Este dibujo es excepcional! Fue el empujón final para comenzar a pintar compulsivamente y expulsar lo que llevaba latente dentro, después de tanto tiempo frustrado por un juramento de juventud totalmente estúpido”.

Víctor Dolz